Que pobre es el hombre que no encuentra en su interior una razón para dejar de sufrir por una desazón. Que magnífica la mujer a quien se le entrega tal sufrimiento innecesario. Y que corta la distancia entre el dolor y la ira, igual de oscuros, igual de profundos. Tan cerca del perdón y tan cerca del desprecio rotundo. Y la mujer que los aprisiona y los menea, que los desata y los apacigua, que los elogia y los desdeña; altiva dueña de un alma descarriada, de un corazón ciego, de un amigo que quiso ser testigo de un pasional amanecer.

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