Te miré y bajaste la mirada. Te tomé por la barbilla, y te forcé a que me miraras. Estabas nerviosa, mucho más que las noches anteriores que habíamos pasado juntos. Me encantaba verte corretear por la arena con tu vestido de lino blanco, acercarte hasta la orilla para que las olas chocaran contra tus pies desnudos. Besaba tus labios mientras deslizaba mis manos por la tela de tu vestido dibujando tu silueta. Aquella noche estabas distinta, te sentías por primera vez en tu vida libre, sin importarte nada, salvo entregarte a mí con una pasión como nunca lo habías hecho antes con nadie. Una vez en la alcoba mis manos se deleitaban acariciando tu suave piel. Sí, había otro en tu vida, pero en ese momento eras solo mía. Mis labios besando cada rincón de tu cuerpo, mientras mis ojos te contemplaban como si fueras una obra de arte. La respiración se me agitaba, no quería detenerme, deseaba estar completamente dentro de ti. Me detuviste y cambiamos la posición colándote sobre mí. Por fin entró por completo y suspiraste, desde la primera vez hemos ido conjuntados en todo, como si nos conociéramos de una vida anterior. Iniciaste los consabidos, inevitables y deliciosos movimientos circulares de tus caderas, primero despacio, para que nuestros cuerpos comenzaran a conocerse, aprendiendo cual era el ritmo más placentero y adecuado para ambos. Apenas podía creer lo que estaba sintiendo, tenía a la mujer más maravillosa del mundo arriba de mi. Todo ese placer se unió con un delicioso éxtasis que nos llegó a ambos en perfecta armonía. Caíste exhausta y satisfecha sobre mí, escuchándose en el silencio de la noche el agitado palpitar de nuestros corazones.
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